No escuchaste nada de lo que dije. Ni entendiste nada de lo que escribí. Y, sin embargo, aquí estoy, sosteniendo la palabra como quien sostiene un espejo roto, lleno de reflejos dispersos, fragmentos de sentido que se niegan a morir, porque lo que mi voz elevó y mi pluma plasmó aun esta vivo y fue verdad.
El tiempo, maestro implacable, me enseñó a olvidar. El olvido esta lleno de memoria, por lo que no es borrar, sino aprender a convivir con la herida sin que ella gobierne. Es reconocer que la incomprensión del otro no define mi voz, que la falta de escucha no anula mi verdad.
La ausencia y el silencio son formas de menosprecio y desdén que nos reduce, nos vuelve invisibles. Sin embargo, también es una oportunidad para reafirmar la fuerza interior. Cuando nadie escucha, uno aprende a escucharse a sí mismo. Cuando nadie entiende, uno descubre que la claridad no siempre se busca afuera, sino en el interior.
Olvidar, entonces, no es renunciar, es transformar el peso en ligereza, la ausencia en impulso. Es aceptar que no todos los caminos son compartidos ni llevan al mismo lugar, pero que cada paso deja huella. Y esa conciencia hace que no dependamos de la mirada de los demás para existir, ni de su comprensión para ser válido. La palabra que fue ignorada se transforma en semilla, la cual germina en otros espacios, en otras almas, en otros tiempos.
Debemos recordar para olvidar sin cadenas. Seguir escribiendo, aun cuando nadie lea, hablar, aun cuando nadie responda, ser luz aun cuando la incomprensión intente apagar la llama. La vida me enseñó el dolor de la indiferencia, del silencio, sí. Pero también me enseñó a resistir, a transformar, a crecer. Y en esa lección descubrí que la verdadera escucha comienza en mí mismo, pese a que no escuchaste nada de lo que dije. Ni entendiste nada de lo que escribí.

