Flores para los hombres

Flores para los hombres

Hay una ausencia silenciosa que se repite una y otra vez: a los hombres no se les regalan flores. No porque no las merezcan, sino porque el mundo ha decidido que no las necesitan —son cosas de mujeres—. Como si la ternura fuera un privilegio reservado, como si el gesto delicado de ofrecer belleza estuviera vetado para quienes aprendieron a endurecerse desde niños.

Las flores llegan tarde. Llegan cuando ya no hay ojos que las admiren, ni manos que las sostengan. Pues solo aparecen en la muerte, en el velorio, sobre la lápida, como una disculpa que no se dijo a tiempo, como un homenaje que intenta reparar lo que nunca se celebró en vida.

Pero ¿por qué no antes?, ¿Por qué no en los días en que el hombre se siente solo, agotado, vencido por el peso de lo que no puede mostrar?, ¿Por qué no cuando llora en silencio, cuando duda de sí mismo, cuando necesita saber que también es digno de belleza y cariño?.

Regalar flores a un caballero es un acto de rebelión contra la costumbre. Es reconocer que también hay poesía en sus gestos, que también hay jardín en su alma. Es romper con la idea de que la sensibilidad es debilidad, y que la estética solo le pertenece a lo femenino.

He visto hombres —yo mismo— mirar flores con igual devoción con la que otros miran el mar. He visto cómo se les iluminan los ojos ante una flor silvestre, cómo se detienen frente a un ramo sin atreverse a tocarlo, como si no les estuviera permitido. Y he sentido que hay algo profundamente injusto en eso. Como si el mundo les negara el derecho a lo efímero, a lo suave, a lo hermoso.

Quizás por eso, cuando pienso en flores para los hombres, pienso en un acto de amor que aún está por hacerse. Un gesto que no necesita ocasión, ni permiso. En una flor entregada sin razón, solo porque sí. Porque están vivos. Porque también sienten. Porque también merecen que la belleza les llegue antes de que sea demasiado tarde.

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