Hay formas de amar que parecen todo menos amor. Se esconden detrás de gestos secos, palabras cortas, silencios largos. No hay ternura, no hay atención, no hay mirada que abrace. Y sin embargo, se insiste en llamarlo amor y afecto.
Pero el amor no es indiferente. No es tosco. No se expresa con desdén ni con distancia. El amor no se olvida de preguntar cómo estás, no pasa por alto lo que te duele, no se ausenta cuando más lo necesitas.
Ese amor que no cuida, que no escucha, que no se interesa, no es amor. Es costumbre, es miedo, es apego mal entendido. Es una forma de estar sin estar. Y eso no basta. Así de simple.
El amor real se nota. Se siente en los detalles, en la presencia, en la forma en que alguien te hace sentir visto. No necesita grandes gestos, pero sí pequeños actos, así se resume en tan famosa frase atribuida a Benedetti “me gustaría pasar el resto de mis días con alguien que no me necesite para nada, pero que me quiera para todo”.
Llamar amor a lo que no cuida es una forma de traicionarse. Porque el amor, cuando es verdadero, no se disfraza de dureza. No se esconde. No se niega. No duele.
