Frankenstein: Un Grito en la Oscuridad de la Creación

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Hay libros que te persiguen como sombras en la noche, que se deslizan bajo tu piel y anidan en tus huesos. Frankenstein, la obra maestra de Mary Shelley, es uno de ellos. Escrito por una joven de apenas diecinueve años durante un verano tormentoso en 1816, este relato gótico trasciende su etiqueta de “historia de terror” para convertirse en una profunda meditación sobre la soledad, la ambición y los límites de la creación humana.

En sus páginas, el doctor Victor Frankenstein danza con la muerte en un vals macabro, impulsado por una ambición que roza lo divino. Sus manos, guiadas por el conocimiento y la arrogancia, entretejen tejidos muertos para dar vida a una nueva criatura. Pero en ese momento de triunfo, cuando los relámpagos iluminan su laboratorio y su creación abre sus ojos amarillentos, Frankenstein comete el pecado más grande: abandona a su “hijo” por horror a lo que ha creado.

Lo que conmueve profundamente de esta obra no es el horror superficial de una criatura hecha de cadáveres, sino el dolor palpitante que late en cada página. La criatura, nunca nombrada (no, Frankenstein no es su nombre), vaga por el mundo como un espejo oscuro de nuestra propia soledad. Sus palabras resuenan con una belleza desgarradora: “Soy malvado porque soy desgraciado; ¿no me rechaza y me detesta toda la humanidad?”

Shelley teje una red de símbolos que atrapa al lector en sus hilos de significado. El Ártico, donde comienza y termina la narración, no es solo un paisaje desolado, sino un reflejo del vacío emocional que habita tanto en el creador como en la criatura. La búsqueda del conocimiento, representada en las ambiciones de Victor, se convierte en una advertencia sobre los peligros de la hybris humana, un tema que resuena con inquietante actualidad en nuestra era de avances tecnológicos vertiginosos.

Lo que hace que Frankenstein sea una obra maestra atemporal es su capacidad para plantear preguntas que siguen atormentándonos: ¿Qué significa ser humano? ¿Cuál es la responsabilidad de un creador hacia su creación? ¿Es el monstruo quien nace diferente o quien rechaza lo diferente? La genialidad de Shelley reside en que no nos ofrece respuestas fáciles, sino que nos deja vagando en la niebla de la incertidumbre moral, como la criatura misma.

La prosa de Shelley es como música gótica, oscura y bella a la vez. Sus descripciones de la naturaleza – ya sea los glaciares suizos o los páramos escoceses – crean un contraste sobrecogedor con la naturaleza antinatural de la creación de Frankenstein. Cada paisaje es un estado de ánimo, cada tormenta un reflejo del tumulto interior de sus personajes.

Hay un momento particularmente conmovedor cuando la criatura, escondida en una cabaña, aprende a leer y descubre en los libros un mundo que nunca podrá habitar plenamente. En esas páginas, Shelley nos muestra que el verdadero horror no es la deformidad física, sino la soledad del que es diferente, del que anhela conexión pero solo encuentra rechazo.

El libro también puede leerse como una exploración del amor maternal y sus ausencias. Shelley, que perdió a su madre poco después de nacer y a su primer hijo siendo muy joven, impregna la narrativa con un profundo sentido de pérdida y anhelo. Victor Frankenstein, al abandonar a su creación, repite un ciclo de trauma que reverbera a través de toda la novela.

Frankenstein no es solo una historia de terror; es un poema sobre la soledad, un tratado sobre la responsabilidad moral, y un grito desgarrador contra la injusticia de la existencia. Es un libro que, como la criatura misma, cobra vida propia y persigue al lector mucho después de haber cerrado sus páginas.

Dos siglos después de su publicación, la obra de Shelley sigue siendo un relámpago en la oscuridad, iluminando las sombras de nuestra propia humanidad. Nos recuerda que los verdaderos monstruos no son los que tienen cicatrices visibles, sino aquellos que, en su búsqueda de la perfección o el conocimiento, olvidan la compasión y la responsabilidad hacia los demás.

En cada relectura, se encuentran nuevas capas de significado, nuevos ecos de dolor y belleza. Frankenstein es más que una novela gótica: es un espejo oscuro que refleja nuestros miedos más profundos sobre la creación, la responsabilidad y la soledad. Es un recordatorio eterno de que la verdadera monstruosidad no reside en el aspecto exterior, sino en el rechazo de nuestra propia humanidad y la de los demás.

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