Hay libros que se leen, y hay libros que te leen a ti. El Quijote de la Mancha pertenece a esta segunda categoría. Entre sus páginas amarillentas y sus frases centenarias, Cervantes no solo creó una historia , sino que talló un espejo donde la humanidad entera puede contemplarse.
Recuerdo mi primer encuentro con el Caballero de la Triste Figura. Sus aventuras, que inicialmente parecían meras locuras cómicas, se transformaron ante mis ojos en una danza sublime entre la realidad y el deseo. ¿Quién no ha visto alguna vez gigantes donde solo hay molinos? ¿Quién no ha transformado, aunque sea por un instante, la prosa de la vida en poesía?.
Alonso Quijano, ese hidalgo que decidió ser Don Quijote, me enseñó que la locura más grande no es soñar imposibles, sino vivir sin sueños. Sus desventuras – persiguiendo la justicia en un mundo injusto, buscando la belleza en lo ordinario, defendiendo ideales en una época cínica – resuenan hoy con más fuerza que nunca.
Y luego está Sancho, el fiel escudero, ese campesino que poco a poco se contagia de la locura sublime de su amo. En él veo la transformación que todos experimentamos cuando nos atrevemos a creer en algo más grande que nosotros mismos. Sus refranes, aparentemente simples, esconden la sabiduría de siglos, como perlas en el barro del camino.
La genialidad de Cervantes brilla en cada página como un faro en la noche literaria. Su prosa, que baila entre lo cómico y lo trágico, entre lo sublime y lo mundano, crea un tapiz donde cada hilo cuenta una historia diferente. La ironía se entrelaza con la ternura, la crítica con la compasión humana, la sátira con la más profunda reflexión sobre la naturaleza del ser.
Cada vez que regreso a sus páginas, encuentro nuevos significados, nuevas capas de comprensión. Como esos viejos castillos que Don Quijote veía en las ventas del camino, el libro se transforma según quien lo mira. Para algunos será una comedia brillante, para otros una tragedia conmovedora, y para muchos – como para mí – es ambas cosas y mucho más.
Y qué decir de Dulcinea, ese amor idealizado que nunca aparece pero que siempre está presente. ¿No es acaso el símbolo perfecto de todos nuestros anhelos imposibles, de esos sueños que nos mantienen en movimiento aunque nunca los alcancemos?
El Quijote es más que un libro: es un compañero de vida. En sus páginas encontramos consuelo cuando el mundo parece demasiado prosaico, valor cuando necesitamos defender nuestros ideales, y sabiduría cuando buscamos entender la compleja danza entre la realidad y nuestros sueños.
Cuatro siglos después, el Caballero de la Triste Figura sigue cabalgando por los campos de nuestra imaginación, recordándonos que la verdadera locura no está en soñar demasiado alto, sino en no soñar en absoluto. Y mientras existan lectores dispuestos a ver gigantes en los molinos, Don Quijote seguirá tan vivo como el primer día que salió de la pluma de Cervantes.
En un mundo que cada vez más se parece a una venta polvorienta en La Mancha, quizás todos necesitemos un poco de la locura quijotesca, esa que nos permite ver la magia en lo cotidiano y la grandeza en lo ordinario. Porque al final, como nos enseña esta obra maestra, la realidad no es lo que vemos, sino lo que soñamos ver.